No, no lo habíamos soñado. El Scorsese clásico, el de "Uno de los nuestros" y "Malas calles", ha vuelto a la esencia. Cuando ya muchos lo daban por perdido para la causa, se aferra de nuevo a la cámara con energía envidiable para regalarnos otro capítulo más, este quizá más brillante por inesperado, de ese mundo propio en el que se mueve a la perfección. Y vuelve a él con convicción plena. A ese universo, en este caso biográfico, en que las vidas peligrosas, las traiciones magníficas y el poso de tristeza consiguen que el espectador se enamore de personajes que en otras circunstancias serían dignos de cualquier odio enconado. El alma de los perdedores redimidos al entregarse a malas praxis que acaban desvelándose imprescindibles para la supervivencia. En el reencuentro con la tríada mágica formada por Robert de Niro, Al Pacino y Joe Pesci (este último rescatado de un retiro voluntario que ya ocupaba más de dos décadas), el director demuestra el virtuosismo que algunos le negaban después de sus últimos y dudosos encargos- En “El irlandés” narra la historia de Frank Sheeran (De Niro), un veterano de guerra reconvertido en asesino a sueldo, y su conexión fatídica con el presidente del sindicato, el letal Jimmy Hoffa (Pacino), con todas las connotaciones que ello pueda suponer, algunas poco o nada previsibles. Las apariciones como personajes secundarios de leyendas de la talla de Harvey Keitel o rostros familiares como Bobby Cannavale (“The Boardwalk Empire”, “Vinyl”) aumentan notablemente el nivel interpretativo, con lo cual podemos hablar de una cinta impecable desde el punto de vista actoral.
LA MAFIA VUELVE AL
CINE POR LA PUERTA GRANDE
En el transcurso de cualquier
film de tan moroso metraje, con todos los giros y rincones oscuros que el guión
pudiese incorporar, el espectador podría verse sumergido en una suerte de dejà vu en la que poco o nada
interesante quedara por contar. Es la maestría del director y la fortuna de
haber atemperado maneras tras algunos excesos narrativos como los de “El lobo de Wall Street” o un film tan irregular como bien ponderado, “Shutter Island”,
lo que al fin equilibra la balanza en favor de un espectáculo cinematográfico
de primer orden.
El gran aliciente del film, y tal
vez también el gran hándicap, viene dado por el rejuvenecimiento digital
empleado en la caracterización de los protagonistas y por las connotaciones
históricas de la trama, que atañen tanto al plano político como al de la
ambientación, seguramente una de las más logradas de toda su filmografía. El
libro de Charles Brandt, un pequeño manual sobre relaciones y empoderamientos
varios, sirvió de inspiración para un guión más que solvente. Firmado por
Steven Zaillian, el habitual colaborador del realizador italoamericano, resume
en 209 necesarios minutos una historia con sabor a clásico pero con maneras
totalmente modernas, llena de logrados recursos y con la impronta de obra
imperecedera. Una historia sobre cómo curtirse en la violencia sin prescindir
de la lealtad, un film de calado hondo que se digiere con sabor amargo y un
latido acelerado, como la emoción que suscitan varios de sus fotogramas.
UNA RADIOGRAFÍA DEL
PODER COMO HERRAMIENTA
Una producción casi perfecta –hay que recordar
que la exclusiva del estreno la tenía Netflix y que no en cualquier sala ni en
cualquier ciudad es posible encontrarla-, que resulta en una conmovedora y
multidireccional película. Como toda película de aura mítica, deja dicho
marchamo en su ambiguo final (todavía nos acordamos del epílogo de “Los Soprano”), una indescifrable metáfora sobre el poder y sus daños colaterales. Hablar
del crepúsculo de la existencia de forma tan compleja sin que las lágrimas
afloren a tus retinas es un ejercicio de inteligencia, y solo alguien como
Martin Scorsese y un film como “El irlandés” podrían hacerlo.
Vean "El irlandés" aquí.