Sentarse a contemplar la vida de otros a costa de perder la esencia de la propia es desde hace años un hecho tan consumado como desolador. La televisión que en otro tiempo y en otro lugar se atribuía los poderes fácticos que en verdad siempre mereció se postulaba como el medio por excelencia, el tubo catódico omnipotente era el auténtico Gran Hermano a través del cual todo y todos debían pasar para dar al mundo señales de su existencia. La gran diferencia estriba en los valores que ahora concedemos a las impías autopistas de la información, fiel reflejo de pensamiento, obra y omisión, y los que conservaba cincuenta años atrás, en los meses previos al magno acontecimiento que marcó el camino a seguir, hoy desviado en mil y una carreteras secundarias de fácil e inseguro acceso.
Y no es cuestión baladí, pues muchos de los profesionales del mundo audiovisual contemporáneo modelaron en algún momento sus quehaceres en aquel año de 1964, cuando un iluminado productor llamado Steve Binder tuvo la genial ocurrencia de filmar en el formato más avanzado del momento -una edición conocida como Electronovision- un musical televisivo como si se tratase de una película dirigida a máximas audiencias. De hecho, no tardó en estrenarse en salas con el despliegue reservado a los hoy sobrevalorados blockbusters con el incierto título de "The T.A.M.I. Show", con las siglas respondiendo por "Teenage Awards Music International" y una justificada expectación por el inconmensurable cartel que figuraba en el programa. A saber.
Músicos (soberbios) aparte, la orquesta estaba dirigida por Jack Nitzsche, por entonces la incuestionable mano derecha del ínclito Phil Spector, por lo que podría decirse que el "jefe" era uno de los productores y arreglistas más expertos del momento. Y en el ruedo, ante las cámaras, el desfile programaba a bandas de incipiente nombre en el beat británico como Gerry & The Pacemakers o Billy J. Kramer & The Dakotas, a los que se concedió un repertorio mínimo para evitar que palidecieran ante la sangre rítmica de las Supremes, Marvin Gaye, Smokey Robinson o Chuck Berry, los primeros espadas a los que se incluyó fundamentalmente con el objetivo de otorgar al evento las necesarias dosis de prestigio. Incluso se aderezó el pastel con una pizca de garage a cargo de The Barbarians y la salsa agridulce del inocente pop norteamericano, personificado en la discreta Lesley Gore. En Santa Mónica no todo era surf, obviamente, aunque también se contrató a los Beach Boys, con Brian Wilson en plena lucidez creativa, y a un grupo menor pero eficaz como Jan & Dean para ejercer de presentadores e ilustrar las tendencias imperantes en la costa californiana. Con todo organizado, urgía colocar el gancho final, y fueron varios los nombres barajados para culminar el previsible éxito. Con lo que no contaban los responsables es con el hecho de que a veces los penúltimos son realmente los primeros. Conviene explicarlo.
Es legendario (y ya hemos hablado de ello aquí) el momento exacto de la irrupción en escena de una especie de príncipe gitano negro, saltarín y trajeado, que en solo cuatro canciones aplastaba a todos y cada uno de los que le precedieron en el escenario y provocó la ira contenida de unos Rolling Stones que durante un tiempo no volvieron a ser los mismos ni delante ni detrás de las cámaras, y eso que su impecable actuación, trufada aún de versiones y con la sombra de los Beatles, el sueño imposible de Binder, acechando sobre sus cabezas, puso el telón a un espectáculo sencillamente magistral. ¡Ah!, el innombrable para Jagger, Richards y compañía era James Brown (sí, ya se sabe que a la mayoría de lectores les cuesta pinchar en el enlace correspondiente y ampliar detalles, de ahí la aclaración) y su "Please, please, please" el ejemplo eterno de lo que debe ser un cantante en un acto de sinergia sin igual. Si la curiosidad les alcanza pueden "cliquear" en la imagen y enterarse de qué temas tocó exactamente cada cuál. El tracklist global es ciertamente de impresión.
Vean esta película como si se tratase de un concierto al que jamás podrán asistir, o asistan a este concierto múltiple como si fuesen a ver una película que nunca podrá rodarse. Lo verdaderamente importante es que tomen conciencia de que la televisión, si estuviera en las manos adecuadas, puede ser el vehículo supremo de la expresión musical. Y olvídense de internet, youtube y descargas rápidas que morirán en el disco duro a la espera de un visionado pausado y conmovedor.