La primera vez. La ocasión tan esperada y temida a la vez por adolescentes indecisos, enfermos en espera de un diagnóstico fatal o artistas de cualquier disciplina en pleno ataque de creatividad no resuelto. En unos casos mucho más justificado que en otros, siempre en función del talento y la fortuna implicados en cada intentona, quizás sea en el cine, y en particular en ciertos géneros que perpetúan su sombra a través de los siglos, donde esa inspiración inicial y la incertidumbre por el éxito cobran una dimensión más importante. Por esa y otras muchas razones, el protagonista de las próximas líneas figurará en los anales del séptimo arte como uno de sus imprescindibles impulsores. Y también como el primero que, sin saberlo, abrió la puerta a unas formas, unos gestos y unas constantes que adoptarían varios de sus herederos para contar una de las épocas más convulsas en la historia de la sociedad norteamericana. Las cumbres del cine de gánsteres (por fin salió la palabra clave) llegarían no demasiados años después, pero la semilla y la esencia ya estaban plantadas y regadas desde 1912, año de producción de esta piedra filosofal.
David Llewelyn Wark (D. W. en las enciclopedias) Griffith fue un genio que aprendió las rudimentarias técnicas de filmación tras ser rechazado por varios editores (básicamente era un dramaturgo que consiguió después actuar en sus propias obras) y convertirse en productor para financiar y dirigir los infinitos proyectos que se agolpaban en su mesa. Universalmente conocido por sendas obras maestras, las que rodó en 1915, la fundamental "El nacimiento de una nación", y en 1916, la mítica "Intolerancia", estaba al tanto de los disturbios provocados por los enfrentamientos entre bandas y los tiroteos con la policía que ocupaban día tras día las portadas de los principales diarios de su país, y fue precisamente al leer en uno de ellos unas líneas acerca de uno de dichos sucesos cuando decidió ponerlo en imágenes, de forma aparentemente inconexa, pero estableciendo unas claves narrativas a través de una visión innovadora, colocando la cámara como nadie lo había hecho antes y optimizando los recursos de iluminación para crear la tensión que requiere la historia. Y no es que fuera la primera vez, pues el prolífico Griffith ya había dado su visión del tema en otros filmes primerizos (pinchando en la imagen accederán a uno de ellos, titulado "El enemigo invisible", rodada el mismo año) pero sí la definitiva para que elementos como el bar al que acuden los mafiosos, la corrupción policial, la sangrienta competencia por el control de los barrios y la fatídica historia de amor quedaran fijados para siempre como componentes inseparables de escenas que todos hemos disfrutado gracias a las corruptelas y jugadas al margen de la ley que las facilitaron.
"Los mosqueteros de Pig Alley" (abajo pueden disfrutarla íntegramente) habla sin decir ni una sola palabra de callejas perdidas (la del título era una más de las muchas donde se desarrollaban estas sórdidas aventuras), músicos ambulantes, jóvenes damas sin oficio ni beneficio, coartadas improbables y finales ambiguos. Más de un siglo después, podemos hacer nuestras las certeras palabras de otro genio, Orson Welles: "Realmente nunca he odiado a Hollywood, a excepción de su tratamiento de D. W. Griffith. Ningún pueblo, ninguna industria, ninguna profesión, ninguna forma de arte debe tanto a un solo hombre". De un modo que solo unos pocos apreciamos, patrimonio de la humanidad.