En su tumba solo habrá tres coronas, y ninguna de ellas de procedencia familiar ("Y así desde aquel cielo que dicen las leyendas pedirás ya mañana por mí y mi salvación"). Unas latas de la bebida más roja y perniciosa de entre todas las que se publicitan como refrescantes, su última droga, y un pequeño ejército de paquetes de tabaco ("Fumo mucho. En el cenicero hay ideas y poemas y voces de amigos que no tengo") adornaron el último viaje de la locura, la partida definitiva desde el andén de los deseos muertos, la incomprensión más despiadada y el ansia por vivir sin vivir en uno mismo. Por fin salido de su confinamiento ("He vivido los blancos de la vida, sus equivocaciones, su olvido, su torpeza incesante y recuerdo su misterio brutal, y el tentáculo suyo acariciarme el vientre y las nalgas y los pies frenéticos de huida"), desde el sanatorio en el que exhaló su último suspiro se elevarán sus cenizas al cielo de los desamparados, en el que encenderá su alma con el mechero con el que una vez prendió fuego a la marihuana que lo llevó a la cárcel.
No fue ni un vago ni un maleante, sino un boceto de cruel seductor que desafiaba a la vida con vehemencia ("No es tu sexo lo que en tu sexo busco, sino ensuciar tu alma: desflorar con todo el barro de la vida lo que aún no ha vivido"). Un perdedor que ganó demasiado como para ganarse el poder de perderlo todo. También fue la más firme promesa de la poesía española de los setenta, cuando la antología "Nueve novísimos" le otorgaba unos galones que jamás tuvo en vida, justo igual que su padre, cuya censura condicionó sus primeras letras ("Solos tú y yo, e irremediablemente unidos por la muerte: torturados aún por fantasmas que dejamos con torpeza arañarnos el cuerpo y luchar por los despojos del sudario..."). Los que ahora fingen lágrimas en su velatorio son los mismos que durante los últimos lustros le otorgaron el título ofical de "loco", ignorando su brutal ignorancia sobre la obra de una mente perjudicada a la par que brillantísima, una de las plumas más cultas de cuantas poblaron los versos hispanos ("Se diría que has muerto y eres alguien por fin, un retrato en la pared de los muertos, un retrato de cumpleaños con velas para los muertos"). Un hombre solo, al borde del suicidio omnipresente y presa de sus continuos fantasmas. Un aglutinador de corrientes artísticas sin más oficio que el beneficio propio, ácrata del pensamiento ilustrado que dedicaba poemas a su madre e himnos a Satán ("Señor del verso, de ese agujero en la página por donde la realidad cae como agua muerta") y del que se ocuparon más cineastas y músicos que congéneres literarios. Un impulso vital que hizo que su familia fuera diseccionada más desde un punto de vista desesperanzador que como los puros intelectuales que pretendieron ser. No fue su caso, obviamente. Pueden comprobarlo pinchando en la imagen de arriba y disfrutando de una de sus desconcertantes conversaciones.
Si Jaime Chávarri apretó los tornillos de "El desencanto" en su restrospectiva de la familia Panero en 1976, Ricardo Franco la amplió y complementó en 1995 con "Después de tantos años" -pueden verla íntegra al final del texto-, la continuación de una saga maldita que serviría como retrato objetivo del entorno falangista en el que este héroe tuvo que combatir y del que tuvo que exiliarse a golpe de versos en carne viva que buscaban inspiración en la vida que pugnaba por escapársele entre los dedos amarillentos ("Esperando todos los días para que venga el cierzo, para que venga el ciervo azul como el poema"). En sus últimos años, hasta rockeros inquietos como Bunbury o Carlos Ann se acercaron respetuosa y temerosamente a su obra, ventilando su presencia en los medios, que se apuntaron el tanto injustamente, y honrando la poesía de Artaud o Mallarmé, el elegante y vital toque francófono que también vistió el último traje del hombre que no tenía a nadie. Ahora sí, podemos sentirnos orgullosos de nuestras lágrimas.