Todo empezó cuando tuve noticias de que en los albores del siglo XXI se sigue echando atrás la mirada en lo que a formas de hacer cine se refiere. Que la clave está en los clásicos, sin especificar fecha ni estilo, y en directores que eran algo más que eso (me viene a la memoria en primer lugar el inefable John Ford, al que algún día dedicaremos una entrada en estas páginas), es algo no solo comprobado históricamente, sino que a medida que transcurren las décadas, son siempre los mismos títulos los que copan los primeros puestos de cualquier lista aleatoria que recopile los mejores films de la historia.
Sin dar títulos ni entrar en tramas, podríamos retrotraernos a 1895, cuando el primigenio cinematógrafo -una máquina equiparable en el tiempo al hoy omnipresente 3D- pergeñado por Louis Lumière recogía la salida de los obreros de una fábrica como si se tratase de una historia organizada con actores y escenarios reales de por medio.
Esto, sin embargo, solo fue el principio. En años venideros, los avances fueron vertiginosos. Incluso se descubrió que añadiendo un mínimo acompañamiento musical -unos acordes de piano repetidos e improvisados en la mayoría de ocasiones- y proyectando las imágenes a cierta velocidad se conseguían diversos efectos en una audiencia entonces fácilmente sugestionable. Y además, había muchas historias, mitos, leyendas y narraciones por adaptar al formato de la gran pantalla. Por eso el terror fue uno de los primeros géneros en hacerse un hueco entre los primeros cineastas de la época muda, quizá por su propensión a fagocitar las historias del folclore tradicional, oscuros cuentos que ya conmovían en su versión escrita y primigenios iconos luego perpetuados con la llegada del color y los diálogos, muchas veces con resultados bastante inferiores. Pero si se preguntan cómo comprobé lo que dije al principio del anterior párrafo, la respuesta está en Austria y en su exquisito Museo Cinematográfico. "Carnival of souls: Horror movies 1918-1966" es el nombre del ciclo que ahora les resumo, centrado en los prácticamente desconocidos títulos de la primera y espeluznante (en todos los sentidos) etapa del género. Para no abrumar más de lo que lo hacen las imágenes, les ofrezco un amenazante y silencioso festín compuesto de diez (podría ser el primer capítulo de una serie mucho más larga) de estas joyas perdidas en la noche de los tiempos. La mínima información que acompaña a cada una de las cintas nos ayuda a situarlas en el contexto adecuado. Bajen la intensidad de las luces, relájense, invoquen a sus demonios y, recordando a los imprescindibles Depeche Mode, "enjoy the silence".
El danés Benjamin Christensen dirigió en 1922 esta revisión de la historia de la brujería en siete partes, mezclando imágenes reales y ficticias, con apariciones del Diablo y Jesucristo incluidas, ambos encarnados por el propio director. La imagen de arriba corresponde a una de sus escenas.
Una película encontrada hace apenas unos años, después de que se diera por perdida durante varias décadas, fue la primera adaptación cinematográfica de la inmortal obra de Mary Shelley. Data de 1910.
Lo curioso de este guión es que fue coescrito por Luis Buñuel en 1929, consiguiendo una fantástica traslación a la pantalla de la oscura maldición que acechaba a la familia Usher en la mente de Edgar Allan Poe. Aunque el aragonés abandonó finalmente el proyecto por sus desavenencias con Jean Epstein, el principal guionista y director, el film es un brillante ejemplo del expresionismo en el cine mudo.
Otra auténtica gema rodada en 1925. Lon Chaney, un actor estrella que se hizo famoso por supervisar sus propias caracterizaciones e "inventar" las máscaras que luce durante el metraje, llegó incluso a utilizar membranas de huevo en los globos oculares para dotar a su mirada de un aspecto aún más amenazante.
La excelente interpretación de John Barrymore en este clásico mudo de 1920 es ciertamente el mayor atractivo de una historia llevada al cine en múltiples ocasiones. Sin necesidad de efectos especiales ni ayuda de maquillaje adicional, el contorsionismo facial del protagonista al meterse en la piel de los dos personajes, que en realidad eran solo uno, impresiona y conmueve a partes iguales.
Producida en el mismo año que la anterior, esta cinta mezcla el origen y la elaboración de hechicerías varias con el folclore judío, donde la figura del Golem forma parte de su mitología. Una rareza casi inencontrable llena de surrealismo, original y única.
Robert Wiene, el genio alemán que había dirigido la mítica "El gabinete del Doctor Caligari" se arriesgó cinco años después, en 1924, con otro ejercicio expresionista sobre un pianista al que trasplantan las manos de un asesino, lo que le lleva a cometer crímenes en contra de su voluntad. Un clásico oculto.
Ingmar Bergman llegó a decir de esta película sueca de 1921 lo siguiente: "Tenía quince años cuando la vi por primera vez y puedo asegurar que se convirtió en una de las mayores experiencias artísticas y emocionales de mi vida". Un cuento sobrenatural en el que se introdujeron los primeros y rudimentarios efectos especiales. Vista con la perspectiva necesaria, nos deja boquiabiertos.
Esta tragicomedia sobre un botín escondido que provoca varios asesinatos en una mansión a cargo de un misterioso y encapotado personaje conocería otra versión cuatro años después, en 1930, a cargo del mismo director, Roland West, que se convirtió en la inspiración definitiva para el personaje del hombre murciélago creado por Bob Kane en 1939, cuando Batman apareció por primera vez en un comic.
Las casas encantadas siempre dieron mucho juego en las historias de horror, y esta posiblemente sea una de las más clásicas e influyentes. En su día fue una superproducción de los estudios Universal y añadía notas humorísticas a un film expresionista en el que se retrata a un excéntrico millonario, sus avariciosos parientes y el fantasmagórico ambiente en el que viven. En 1927 el cine ya producía grandes obras.