
Como tantas historias a las que los personajes dan
forma y no al contrario, esta, encaminada en un principio a incidir
principalmente en la figura de Mosén Millán, es engullida por lo que este
mismo personaje desarrolla para que su propia singularidad sea desplazada por la pluralidad de los hechos, la trascendencia de los mismos, y la
dramática carga emotiva de las vicisitudes de un campesino español que acaba
asiendo las riendas del relato para así erigirse al pedestal que le es
reservado por méritos propios.
El mismo autor da fe por propias vivencias a través de sus personajes del clímax del momento. Nadie más elocuente que el propio testigo para dotar a la escena de la mordiente necesaria con la que el lector conectará de inmediato, facilitando esa inmersión a las aguas desbordadas por la pluma del escritor.
Todo un remolino efervescente de sentimientos encontrados en la obra de
Sender. Sin dejar detalle en el tintero, en tan solo una semana, es completada la triste biografía de Paco el del Molino, quién convertido en
mártir local, desbanca al cura que
le dio su primera comunión, incluso de ese cargo de conciencia que le daba
todos los puntos para que él fuera el centro indiscutible de un guión que ha
virado hacia otro punto de vista ahora liderado por los desmanes del hombre,
esos mismos que rubrican la absurda fatalidad
de este campesino, la ruindad que muchos establecen como estrategia
ganadora que extirpa de un balazo la decencia y el orgullo de los de abajo.
El hombre, desnudo, sin
siglas ni prejuicios, es lo que nos muestra Sender en esta gran novela, al que según va afectando la
embriagadora y a la vez tóxica línea roja que separa a víctimas y verdugos,
unos engrosan unas mientras otros, ya sesgada su voz, reclaman justicia cual
potro desbocado relinchando en una iglesia en la que un día sus feligreses
comulgaban en paz. Podrán leerla pinchando en la imagen.