El poder de sugestión
del ser humano es directamente proporcional a la innata, edificante y casi
indispensable capacidad de crear, imaginar y dejarse llevar por intrépidas
ficciones que suplanten por momentos incómodas realidades, que alivien en
cierta medida el voluptuoso peso que la rutina a veces posa sobre nuestros
hombros, a la vez que damos rienda suelta al simple hecho de saborear el cáliz
dulce de una historia que nos proporcionará un sinfín de emocionantes venturas
y desventuras a través de la lectura (en este caso), como una infiltración
de sustancia vital que el propio autor nos inocula a través del relato y sus
partícipes, logrando así ese estado casi hipnótico al cual muchos acudimos con
el simple pretexto del tierno infante ávido de la dulce voz que sepa arrullarle con deslumbrantes narraciones.
Es así de sencilla, tan gratificante, tan mágica y poderosa la literatura, capaz de envolvernos en sus hojas y con ellas transportarnos a otros mundos, otras épocas, otras formas de vida en definitiva, que muchas veces nos hacen reflexionar sobre la nuestra propia.
Es así de sencilla, tan gratificante, tan mágica y poderosa la literatura, capaz de envolvernos en sus hojas y con ellas transportarnos a otros mundos, otras épocas, otras formas de vida en definitiva, que muchas veces nos hacen reflexionar sobre la nuestra propia.
Rafael Sánchez Ferlosio nos conduce en “El Jarama” por un cauce perfecto, donde fluye una corriente viva, socarrona, ataviada de ropa de domingo, ánimos festivos de parroquianos de siempre, de tabernas humildes y familias tan sencillas y la vez tan interesantes como sus chismorreos y chascarrillos. Este caudal presume también de reunir en sus aguas a una juventud pletórica, ansiosa de estirar al máximo el día de fiesta, de comprimir esas horas al punto de no dejarlas avanzar y de incluso desafiar al propio río hasta haber dado por bien empleado un regocijo que no se repetirá hasta dentro de otros siete días.
Galardonado con el
premio Nadal en 1955, “El Jarama” discurre, si me lo permiten, entre dos
aguas que confluyen un domingo cualquiera, en el mismo caudal. Los fieles
parroquianos de la taberna que regenta Mauricio, donde brotan conversaciones
intrascendentes pero trascendentales puntos de vista a los que dan vida el sentido común
y la experiencia, adoctrinan como si del mejor de los filósofos se tratase. Y
la pandilla de jóvenes que llegan desde
la capital, incendiados de asfalto, y se disponen ansiosos a refrescarse a base
de zambullidas y de otros líquidos espirituosos.
La novela de Sánchez Ferlosio, que empieza y termina detallando
geográficamente la disposición del propio Jarama, entabla desde la primera
página un diálogo especial con el lector. Poco a poco vamos entrando a formar
parte de ese domingo cualquiera, que nada tiene de especial, salvo esa
cotidianeidad que muchas veces se encara con su prima hermana la rutina, y que
a través de la filosófica retórica del pueblo llano consigue la mayoría de las
veces que el día de ayer sea diferente al de hoy y seguramente lo sea al de
mañana.
Pero el autor, no
contento con el trasiego emocional de unos y otros, inserta al final del relato
un suceso que pondrá la guinda a una novela en la que no hay grandes tramas y
sí, imprescindibles emocionescotidianas. Pinchen en la imagen y lean.