La certeza de que nuestra existencia es lo único que podemos
afirmar como verdadero es tan obvio que resulta fácil encomendarse a ella
en determinadas instancias de la vida en las que mucho o todo de lo que nos
rodea parece diluirse en una patraña tan universal y a la vez tan propia del
individuo en sí, que no nos deja otra opción que la de arrimarnos al ascua de
nuestro propio ser, ese que refrenda la famosa frase: ”Pienso, luego existo”, o
si me apuran, también: “Siento, luego existo”.
De
existencias palpables y apáticos sentimientos nos habla Albert Camus en su primera novela, “El extranjero”. Anudada al cuello la
soga de la vida, esa que a veces huelga para que nuestra respiración sea plena
y otras aprieta para hacernos desfallecer; Meursault,
el personaje principal, lejos de que
ésta le inflija los efectos inapelables que a cualquier mortal propina en mayor o menor
medida, acaba por desentenderse de ese nudo que aunque está ahí, dulce a veces,
hiriente otras, no parece provocarle ningún tipo de sentimiento ni en un
sentido ni en otro.
Camus nos acerca a un personaje que es vapuleado por los modernos mecanismos de una sociedad que deja al individuo de lado para que este se asfixie en la carencia de valores que esto le provoca, incitándole de manera sutil a que reniegue de cualquier creencia o valor establecido, dejando al desnudo lo absurdo de su existencia.
Nada de lo que pueda
acontecer, bueno o malo, en la vida de cualquier ser humano, puede conmover a
Meursault, que se deja zarandear por el devenir
insulso de los días, del tórrido llamear del sol, del vaivén de las olas y
su cadenciosa letanía de mareas infinitas, de los cuales extrae ese bálsamo tonificante
que le llevará automáticamente a ver nacer un nuevo día, sin más pretensión que
eso, que él mismo y su propia realidad. Expulsado sin él saberlo de esa sociedad que lo condena y que intenta
hacerle ver lo que él no puede ni quiere, intenta justificar su acción, aunque
él está primero. Su cansancio o su
apatía ahogan sin remedio cualquier intento de poder redimirse ante una
sociedad que ni le va ni le viene y que cada vez se aleja más de su propio
mundo interior.
Meursault,
nunca mejor dicho, es él y sus circunstancias, de las que ni se alegra ni tampoco tiene queja. Solo se deja
ir a esa deriva mortal de la que muchos salva la fe y a otros ahoga la
incertidumbre, recogiendo en cada estación esas migajas de vida que componen su
única idiosincrasia. Pinchando en la imagen podrán leerla junto a “El huésped”,
otro relato corto que aquí se incluye.