El individuo en sí, tal y como se nos muestra en el concepto global que todos manifestamos afirmar como verdadero; una unidad independiente frente a otras unidades, una oblea distinta al resto de las obleas, un sistema autónomo de pensamiento y obra, una entidad física provista de voluntad propia; no lo es tanto, o en ciertos casos ni siquiera podría considerarse como tal, a la hora de verse inmerso en una sociedad que arremete contra ese subjetivismo intrínseco que tanto y tan orgullosos promulgamos a los cuatro vientos al grito de un "yo" superlativo, que paradójicamente se va diluyendo en esa marea turbia de un sistema dictatorial, listo para pulverizar cualquier iniciativa que ose desafiar a una élite febril de poder e intereses.
De cual es nuestro papel en un mundo a veces demasiado cerca de la locura, una locura no diagnosticada, una locura aplaudida por muchos que tampoco se consideran locos, y que oprimen y recluyen a otros a los que sí hay que prescribir de inmediato una medicación que les haga ver lo que los verdaderos dementes, esos no diagnosticados oficialmente, quieren hacerles creer. De ese papel individual o colectivo trata la novela de Antón Chejóv "La sala número seis". Probablemente el maestro de los relatos cortos, como es considerado por todo aquel que se ha asomado a su extensa y plausible obra, se enfunda de alguna manera la bata de médico que fuera por otra parte indumentaria habitual también en su vida real, para así dar vida con más auntenticidad al personaje principal, el doctor Andrei Efímich.
Chéjov, a través de Efímich, diseña el escenario perfecto para su crítica social, donde las altas esferas de la sociedad hacen oídos sordos a los sufrimientos de sus congéneres más desfavorecidos, guiados por su propio afán de codicia e interés, donde la razón mental o ideológica no es defendible si no se está en posesión de grandes y poderosos emolumentos. Tan desalentadoras vivencias llevan al doctor Efímich a entablar una especie de extraña amistad con visitas asiduas a la sala donde está confinado Iván Dimitrich, uno de los pacientes que ocupa el hospital psiquiátrico que dirige. Estas charlas cada vez más frecuentes traspasan la línea de lo que podría considerarse una relación medico-paciente típica para desembocar en otra en la que el paciente no se considera como tal y a su vez el profesional sanitario tampoco, enzarzándose en discusiones filosóficas que son a estas alturas el único aliciente que el doctor Efímich saca de su insulsa y pobre existencia.
El autor lanza al lector una salva de aviso en la que puede vislumbrarse con claridad su declaración de intenciones acerca de quiénes son los que debieran estar encerrados y por otra parte quiénes los que debieran ocupar cargos de responsabilidad en cualquier sociedad civilizada. Saquen sus propias conclusiones pinchando en la imagen. Disfruten.
De cual es nuestro papel en un mundo a veces demasiado cerca de la locura, una locura no diagnosticada, una locura aplaudida por muchos que tampoco se consideran locos, y que oprimen y recluyen a otros a los que sí hay que prescribir de inmediato una medicación que les haga ver lo que los verdaderos dementes, esos no diagnosticados oficialmente, quieren hacerles creer. De ese papel individual o colectivo trata la novela de Antón Chejóv "La sala número seis". Probablemente el maestro de los relatos cortos, como es considerado por todo aquel que se ha asomado a su extensa y plausible obra, se enfunda de alguna manera la bata de médico que fuera por otra parte indumentaria habitual también en su vida real, para así dar vida con más auntenticidad al personaje principal, el doctor Andrei Efímich.
Chéjov, a través de Efímich, diseña el escenario perfecto para su crítica social, donde las altas esferas de la sociedad hacen oídos sordos a los sufrimientos de sus congéneres más desfavorecidos, guiados por su propio afán de codicia e interés, donde la razón mental o ideológica no es defendible si no se está en posesión de grandes y poderosos emolumentos. Tan desalentadoras vivencias llevan al doctor Efímich a entablar una especie de extraña amistad con visitas asiduas a la sala donde está confinado Iván Dimitrich, uno de los pacientes que ocupa el hospital psiquiátrico que dirige. Estas charlas cada vez más frecuentes traspasan la línea de lo que podría considerarse una relación medico-paciente típica para desembocar en otra en la que el paciente no se considera como tal y a su vez el profesional sanitario tampoco, enzarzándose en discusiones filosóficas que son a estas alturas el único aliciente que el doctor Efímich saca de su insulsa y pobre existencia.
El autor lanza al lector una salva de aviso en la que puede vislumbrarse con claridad su declaración de intenciones acerca de quiénes son los que debieran estar encerrados y por otra parte quiénes los que debieran ocupar cargos de responsabilidad en cualquier sociedad civilizada. Saquen sus propias conclusiones pinchando en la imagen. Disfruten.