Si tenemos en cuenta que en lo concerniente a todo lo que esté vinculado a las relaciones personales, juegan un papel primordial tiempo, lugar y circunstancias donde se desarrollen las mismas, podemos conjeturar con un elevado porcentaje de acierto que la convivencia que mantendrán ocho personas durante un largo período de tiempo en un reducido espacio de cuarenta y seis metros cuadrados y obligados a mantener en secreto su paradero con la reclusión a cal y canto que esto lleva implícito, no debe ser plato de buen gusto para ninguno de los habitantes de esta diminuta prisión improvisada, y menos para una avispada adolescente siempre a la gresca con unos mayores que se creen en posesión de todas las razones habidas y por haber y que no encuentra otra vía de escape para expresar toda esa bendita rebeldía juvenil, esas inquietudes, esas ansias de vida, esa interna filosofía adolescente, que no sea su diario secreto.
En el diario que Ana Frank con tanto esmero escribe a modo de carta a su querida Kitty. Muchas son las escenas que, como en un moderno Gran Hermano, van sucediéndose en el transcurso de los angustiosos días que este grupo de judíos perseguido por una endemoniada maquinaria nazi, pasa encerrado en el 263 del edificio Prinsengracht.
Todo esto nos llega hasta nuestros tiempos gracias a la mente lúcida, brillante, de una niña de apenas 13 años, una niña que podría haberse convertido en una gran periodista o en una célebre escritora, como ella misma nos confiesa a través de sus relatos, al haber dejado constancia con absoluta maestría de cada trozo de vida que diariamente iban consumiendo en su forzado exilio, aferrados a la macabra idea de que cada día que amanecía podría ser el último. Ana Frank, sin quererlo, nos dejó un legado de vital importancia. Este no es otro que el mensaje siempre enérgico y positivo de afrontar la vida con optimismo y alegría. Una visión del mundo edulcorada por esa perspectiva adolescente que muchos de vez en cuando deberíamos adoptar cuando algún negro nubarrón se cierne sobre nuestras cabezas.
Arriba pueden desgranar el diario secreto de esta encantadora jovencita pinchando en la imagen; abajo disponen de una versión cimematográfica de 1959. Disfruten.
Charlie 72
En el diario que Ana Frank con tanto esmero escribe a modo de carta a su querida Kitty. Muchas son las escenas que, como en un moderno Gran Hermano, van sucediéndose en el transcurso de los angustiosos días que este grupo de judíos perseguido por una endemoniada maquinaria nazi, pasa encerrado en el 263 del edificio Prinsengracht.
Todo esto nos llega hasta nuestros tiempos gracias a la mente lúcida, brillante, de una niña de apenas 13 años, una niña que podría haberse convertido en una gran periodista o en una célebre escritora, como ella misma nos confiesa a través de sus relatos, al haber dejado constancia con absoluta maestría de cada trozo de vida que diariamente iban consumiendo en su forzado exilio, aferrados a la macabra idea de que cada día que amanecía podría ser el último. Ana Frank, sin quererlo, nos dejó un legado de vital importancia. Este no es otro que el mensaje siempre enérgico y positivo de afrontar la vida con optimismo y alegría. Una visión del mundo edulcorada por esa perspectiva adolescente que muchos de vez en cuando deberíamos adoptar cuando algún negro nubarrón se cierne sobre nuestras cabezas.
Arriba pueden desgranar el diario secreto de esta encantadora jovencita pinchando en la imagen; abajo disponen de una versión cimematográfica de 1959. Disfruten.
Charlie 72